viernes, 27 de abril de 2018

HANNAH ARENDT Y EL CASTIGO PENAL COMO EXPRESIÓN DE PODER POLÍTICO DE CLASE, Por Gustavo Burgos

Roberto Arlt cuenta en sus memorias que su padre le anunciaba que el día de mañana a primera hora, lo iba a castigar. Recuerda este hecho porque sentía que el castigo anunciado es la peor tortura, que dormirse esperando la mañana del castigo es, en sí mismo, una pena superlativa. Nadie como Arlt, un explotado célebre y preclaro, para sintetizar esta experiencia y patetizar uno de los rasgos más intensos del poder, el poder de castigar, de someter, de inferir sufrimiento y dolor a aquél que ha infringido una norma. No es casual ni banal, que en los alzamientos insurreccionales uno de los blancos privilegiados son las cárceles y mazmorras, porque éstas corporizan el poder político y lo simbolizan.

En la actualidad, el culto a la democracia burguesa, esa mascarada política que aspira a edulcorar la explotación capitalista, tiene como divisa distintiva la afirmación de un sistema judicial punitivo, objetivo e impersonal. Ascético, como si los tribunales al pronunciar sus condenas no estuviesen ejerciendo un acto político, sino que materializando el ideal de justicia. En Chile, la implacable persecución al movimiento de liberación nacional mapuche, con sus montajes, agentes encubiertos y testigos protegidos, constituye una clara demostración de que el accionar del llamado Poder Judicial es –ante todo- Poder Político. Paradigma de este problema es el llamado juicio de Nüremberg, que pretendió ajusticiar a los máximos responsables del genocidio del III Reich.

En efecto, cuando Hannah Arendt comenzó la publicación de los textos que luego serían su “Eichmann en Jerusalén” la quisieron quemar. Había dicho que Adolf Eichmann era un imbécil, un ser humano sin más atributos que su “incapacidad de pensar” o cuyo pensamiento se construía mediante el encadenamiento de un número limitado de topoi, de fórmulas lingüísticas, de tópicos, es decir, un idiota normal y corriente de los paridos por el siglo XX, un “hombre masa”. No era ni siquiera uno de esos bohemios en armas, un lumpen de los que había producido la Gran Guerra y que Hitler encarnó mejor que nadie. Tampoco era un jovial delincuente como Göring o un sádico pervertido como Reinhard Heydrich; sólo era un zafio oficinista que cumplía diligentemente con sus obligaciones, un hombre normal; y esto, para la jauría de los otros imbéciles, era intolerable pues el “nazi” tenía que ser un monstruo, una anomalía, una aberración, un psicópata sanguinolento.

Los sionistas que se ensañaron contra Arendt por esta afirmación, no repararon en la identidad de argumento y propósito de sus diatribas, con la forma en que Alemania - un país en el que después de 1945 nadie había sido nazi y todos decían haber sido emigrantes interiores - eludía su responsabilidad por el exterminio. Tampoco repararon en la coincidencia de lo que decían con la historiografía general sobre la Segunda Guerra Mundial, una historia que, por sistema, considera el universo concentracionario como una extravagancia en la racionalidad que la economía, el gobierno y la propia guerra, imponían en todas partes, también al tirano. Sin embargo sí hubo nazis en Alemania, sí hubo complicidad de gran parte de la comunidad con el exterminio, y el sistema concentracionario, como experimento de un modo de dominio total, no fue una anomalía inducida por un psicótico y sus secuaces, sino la manifestación central, contrarrevolucionaria (en el sentido de hecho, sin precedentes que desmenuzaba e invertía cualquier acto y relación humana) de una novísima forma de poder.

Hoy en día esto no debería estar en discusión, sobre todo después del libro de Christopher R. Browning, Ordinary Men (“Aquellos hombres grises”) o incluso, después del muy criticado texto de Daniel Goldhagen: “Los verdugos voluntarios de Hitler”, pero, por lo que se ve, lo está y la jauría de los idiotas se revela contra la posibilidad de convivir con la fría normalidad del mal absoluto, con el hecho de que en su normal idiotez exista la posibilidad del mal absoluto, con el hecho de que ese mal nazca de la opción que todos ellos tienen entre saber e ignorar y de que, ante esa elección, ellos prefieran la confortable y banal templanza en la que viven los ignorantes.

Pero lo que hizo que los detractores de Arendt dejaran de ladrar para ponerse a aullar, fue otra cosa, a saber: que órganos administrativos judíos creados por los nazis en los guetos colaboraron activamente en el exterminio. Se gritó que, en esta apoteosis de su traición de renegada, la judía Hannah Arendt equiparaba a las víctimas con los verdugos, a los hombres buenos con los monstruos, a los sometidos a una compulsión radical, con los asesinos. En realidad, culpaban a Hannah Arendt de un descubrimiento que no era suyo y que ella nunca quiso atribuirse, porque el libro es profusamente citado en el “Eichmann”. El colaboracionismo diligente de los Judenräte (Consejos Judíos) con el exterminio está detalladamente documentado en la monumental, exhaustiva e irrebatible obra de Raul Hilberg: “La destrucción de los judíos de Europa”, pero no pueden aceptar que la condición de víctima no santifique, que los canallas, los cobardes, los tontos, los serviles, los malvados, los parásitos, los ventajistas, los sinvergüenzas, los depredadores o las alimañas, también pueden ser víctimas y que en las situaciones límite en las que las condiciones más elementales de la vida se rarifican hasta el extremo, esta miseria humana emerge y envenena más que en ninguna otra situación. Sin embargo, la compulsión no es bastante como para negar la existencia real, verbigracia, de un individuo como Mordechai Chaim Rumkowski, que estaba al frente del Consejo Judío del gueto de Lodz.

Es verdad que el caso de Rumkowski es extraordinario en su grotesca pompa, pero también es cierto que a los nazis nunca les faltaron “administradores” judíos, policías judíos, soplones judíos, canallas judíos. La víctima es pura en su condición de víctima, no en su condición humana, sin embargo esta distinción parece excesiva para quienes siempre es mejor negar los hechos si así su virtud prevalece.

También se escupió veneno contra Hannah Arendt a causa de las cuestiones jurídicas planteadas, cuestiones que siguen vivas en la dogmática penal y que aparecieron, por primera vez, con los procesos de Nüremberg: la posibilidad de la aplicación retroactiva de un derecho penal nuevo, la obligación de castigar hechos no tipificados en ninguna ley, porque eran hechos sin precedentes, pero de tal condición que hacían imposible la impunidad, la definición de la autoría en un contexto en el que, por sistema, esa autoría del delito se diluía en múltiples hechos, la mayoría de ellos inocuos, cometidos por distintos sujetos dentro de una cadena administrativa organizada al modo de las modernas fábricas capitalistas, la contradicción entre un delito en el que, cuanto más cerca se está de la víctima, menor es la responsabilidad del autor, el derecho de Israel a secuestrar y a ejecutar a Eichmann en tanto que Estado judío, o la causa de la que los jueces de Eichmann disponían para mandarlo a la horca, la causa de su condena.

Al plantear todas esta preguntas, todas estas cosas que estaban en cuestión, Hannah Arendt sólo resumió los problemas jurídicos a que nos sigue enfrentando el exterminio, problemas que están abiertos y siguen buscando una solución. El punto de partida, ineludible, y es aquello en lo que Arendt falla al moralizar el problema, es en dilucidar una cuestión previa: el carácter de clase del Estado y la Justicia que éste administra.

La justicia burguesa, justicia de clase para preservar los intereses y el orden social de la clase que la sustenta, puede llegar al extremo de encarcelar a Mamo Contreras de por vida o a a Corbalán o a Krassnoff. Todos, contradictoriamente, son distinguidos sirvientes del orden capitalista y no obstante ello, están tras las rejas.

El régimen y sus escribas y paniaguados, pretenden señalar que tales condenas son un signo inequívoco de la imparcialidad de los tribunales, de su objetividad y racionalidad. Como si lo que estuviese en juego fueran bienes jurídicos abstractos y que su operatoria se desarrollara en el procedimiento penal y en sus laberintos procesales de pruebas y alegaciones.

El Tribunal Oral y lo que hagan las Cortes y demás intervinientes en estos procesos, como en todo proceso penal, es la materialización –en el sentido de justicia material- de los intereses de la propia burguesía, la que persigue con esta escenificación dotar a su propio poder de un aura moral, democrática y constitucional, a lo que en realidad es su mero arbitrio.

La Justicia –con mayúscula como se dice, no sin ironía- no es otra cosa que una dimensión del poder político y el castigo es su epítome: es la advertencia que realiza el régimen, al conjunto de la nación oprimida, sobre lo ilimitado que es su propio poder. En este último sentido las condenas a los genocidas, sólo en una mínima medida constituyen conquistas democráticas. Lo que domina en ellas, políticamente, es el constituir actos de poder político, el aporte de Hannah Arendt en esta materia es de gran valor y contribuye a la desmistificación de la justicia.

En este curso de ideas se enfrentan los intereses de clase antagónicos, no se trata de la superficialidad procesal o de la dimensión del garantismo. Se trata del choque programático entre el aparato burocrático del Poder Judicial y el desafío de hacer Justicia con Tribunales Populares. Aquí no hablamos de otra cosa más que del poder.




lunes, 23 de abril de 2018

ESPIRITUALIDAD Y POLÍTICA, Por Frei Betto

Para justificar decepciones y encubrir omisiones, creamos estereotipos. En la coyuntura actual, la demonización de la política y los políticos. Ese maniqueísmo favorece exactamente lo que se critica: la mala política.

Distanciarse de la política y refugiarse en la supuesta burbuja de cristal mientras cae el diluvio. Muy pocas cosas son insustituibles en la historia humana. La política es una de ellas. Todavía no se ha inventado otra forma de organizarnos como colectividad. La política permea todos los espacios personales y sociales, desde la calidad del pan del desayuno hasta el acceso a la salud y la educación.

Si la política es “la forma más perfecta de la caridad”, como subraya el papa Francisco, al ser capaz de erradicar el hambre y la miseria, las estructuras políticas son susceptibles de severa crítica cuando favorecen la desigualdad y la corrupción.

La política no es intrínsecamente nefasta. Nefasto es el modelo político que sabotea la democracia, privilegia a la minoría rica y no hace nada eficaz para promover la inclusión social. Por el contrario, permite que se amplíe la exclusión y refuerza los mecanismos, incluso represivos, que les impiden a los excluidos avanzar desde el margen hacia el centro.

Todos los grandes maestros espirituales fueron políticos. Buda se indignó al trasponer los muros de su palacio y topar con el sufrimiento de los súbditos. Jesús, según su madre, María, “quitó de los tronos a los poderosos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y a los ricos envió vacíos” (Lucas 1, 52-53). Pagó con la vida la osadía de anunciar, en el reino del César, otro proyecto civilizatorio denominado Reino de Dios.

La política es una exigencia espiritual. Santo Tomás de Aquino preconizó que no se pueden esperar virtudes de quien carece de condiciones dignas de vida. La política tiene que ver con el otro, el prójimo, el bienestar de la colectividad. Repudiarla es entregarla en manos de quienes la transforman en arma para defender sus propios intereses.

Si bien la política atraviesa los aspectos más íntimos de nuestras vidas, como disponer o no de un techo bajo el cual abrigarnos de la intemperie, no todos participan en ella del mismo modo. Hay múltiples maneras de hacer política, por participación o por omisión.

El modo más universal es el voto, una falacia cuando el pueblo vota y el poder económico elige. Un embuste cuando la democracia es como Saci-Pereré:[1] los electores deciden quién administrará el país pero no cómo se utilizarán los recursos de la nación.

Si no hay democracia económica, si la desigualdad se agrava, la democracia política es una farsa. ¿De qué sirve que la Constitución, una carta política, proclame que todos tienen derecho a una vida digna si la estructura socioeconómica le impide a la mayoría disfrutar efectivamente de ese derecho?

En el reino del César, Jesús le rogó al Padre: “Venga a nos tu reino”, o sea, el proyecto civilizatorio en el que todos “tengan vida y vida en abundancia” (Juan 10, 10). Esta es la espiritualidad que mueve a quien se empeña en hacer de la política un instrumento de liberación, no de opresión y exclusión.



Frei Betto es autor de A mosca azul – reflexão sobre o poder.

[1] El Sací un personaje del folclor brasileño. Bromista incorregible, oculta los juguetes de los niños, extravía a los animales de granja, se burla de los perros, y maldice a las gallinas para que no puedan incubar sus huevos. En la cocina, el Sací derrama la sal, agria la leche, quema los frijoles y coloca moscas en la sopa. En resumen, todo lo que va mal en la casa o fuera de ella puede atribuirse al Sací.


[1] El sebastianismo es un mesianismo adaptado a las condiciones lusas y más tarde del nordeste de Brasil). Consiste en una inconformidad con la situación política vigente y una expectativa de salvación milagrosa mediante un personaje mesiánico.

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Traducción de Esther Perez

Copyright 2018 – Frei Betto - No es permitida la reproducción de este artículo por cualquier medio, electrónico o impreso, sin autorización. 

QUIÉN ES FREI BETTO

El escritor brasileño Frei Betto es un fraile dominico. conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Autor de 60 libros de diversos géneros literarios -novela, ensayo, policíaco, memorias, infantiles y juveniles, y de tema religioso en dos acasiones- en 1985 y en el 2005 fue premiado con el Jabuti, el premio literario más importante del país. En 1986 fue elegido Intelectual del Año por la Unión Brasileña de Escritores. 

Asesor de movimientos sociales, de las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, participa activamente en la vida política del Brasil en los últimos 50 años.

martes, 17 de abril de 2018

LOS TRIBUNALES LO CONDENAN; LA HISTORIA LO ABSOLVERÁ, Por Boaventura de Sousa Santos

El proceso Lula da Silva pone descaradamente de manifiesto que algo está podrido en el sistema judicial brasileño, evidenciando procedimientos y prácticas incompatibles con principios y garantías fundamentales de un Estado de derecho democrático, los cuales deben ser denunciados y democráticamente combatidos.

Totalitarismo y selectividad de la acción judicial. El principio de independencia de los tribunales constituye uno de los principios básicos del constitucionalismo moderno como garantía del derecho de los ciudadanos a una justicia libre de presiones e interferencias tanto del poder político como de poderes fácticos, nacionales o internacionales. El refuerzo de las condiciones de ejecución de esos principios se da a través de modelos de gobierno del Poder Judicial con amplia autonomía administrativa y financiera. Sin embargo, en una sociedad democrática, ese refuerzo no puede deslizarse hacia un poder selectivo y totalitario, sin fiscalización y sin que exista un sistema de contrapesos. El proceso Lula da Silva evidencia un poder judicial en el que tal deslizamiento está en curso. He aquí dos ejemplos. Existe una clara disyunción entre el activismo judicial contra Lula da Silva –de forma rápida, eficaz e implacable en la acción (Sérgio Moro decretó la detención de Lula escasos minutos después de notificársele la decisión de desestimar el hábeas corpus, que aún era posible recurrir, y desde la denuncia a la ejecución de la pena transcurrieron menos de 2 años)– y la lentitud de la acción judicial contra Michel Temer y otros políticos de la derecha brasileña. Y no puede invocarse el argumento de que esa inacción fue bloqueada por maniobras del poder político porque no se conoce igual activismo del poder judicial en la denuncia de esas maniobras y en procurar superarlas.

El segundo ejemplo es la restricción totalitaria de derechos y libertades constitucionalmente consagrados. En un Estado democrático de derecho, los tribunales tienen que ser espacios de profundización de derechos. Lo que sucede en Brasil es precisamente lo contrario. La Constitución brasileña determina que nadie se considerará culpable si no es en virtud de una sentencia condenatoria firme, es decir, hasta que se agoten todas las posibilidades de recurso. La Constitución portuguesa tiene una norma similar. Y es inimaginable que el Tribunal Constitucional portugués determinara que una persona fuera encarcelada con su proceso de apelación en el Tribunal Supremo de Justicia. Sin embargo, esto es lo que la mayoría de los jueces del Supremo Tribunal Federal (STF) brasileño hizo: restringió derechos y libertades constitucionales al determinar que, aun no teniendo el caso sentenciado, Lula da Silva podía comenzar a cumplir pena. ¿Cuál es la legitimidad social y política del poder judicial para restringir derechos y libertades fundamentales constitucionalmente consagrados? ¿Cómo puede un ciudadano o una sociedad quedar a merced de un poder que dice tener razones legales que la propia ley desconoce? ¿Qué confianza puede merecer un sistema judicial que cede a presiones militares que amenazan con un golpe si la decisión no es la que prefieren, o a presiones extranjeras, como las que están documentadas de interferencia del Departamento de Justicia y del FBI de Estados Unidos en el sentido de agilizar la condena y ejecutar la pena de prisión de Lula?

Falta de garantías del proceso penal. El debate mediático en torno a la prisión de Lula destaca el hecho de que el proceso fue apreciado y juzgado por un tribunal de segunda instancia que no solamente confirmó su condena, sino que además agravó la pena. Este agravamiento obligaría a una justificación adicional de culpabilidad. Desgraciadamente, la hegemonía ideológica de derecha que domina el espacio mediático no permite un debate jurídicamente serio al respecto. Si ello fuese posible, se comprendería cuán importante es cuestionar las pruebas materiales, las pruebas directas de los hechos en los que se asentó la acusación y la condena. Esas pruebas no existen en el proceso. La acusación y condena a 12 años de prisión de Lula da Silva se funda, sobre todo, en informaciones obtenidas mediante acuerdos de delación premiada y en presunciones. Además, las condiciones de recolección y validación de la prueba difícilmente pueden ser examinadas, dado que quien preside la investigación y valida las pruebas es quien juzga en primera instancia; al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en Portugal, donde el juez que interviene en la fase de investigación no puede juzgar el caso, permitiendo, así, un verdadero escrutinio de la prueba. El dominio del proceso por un juez en la fase de investigación y de juzgamiento le confiere un poder susceptible de manipulación y de instrumentalización política. Se comprende la magnitud del peligro para la sociedad y para el régimen político en caso de que este poder no se autocontrole.

Instrumentalización de la lucha contra la corrupción. El debate sobre el Caso Lula protagonizado por un sector del órgano judicial polariza el combate contra la corrupción, colocando de un lado a los actores judiciales del proceso Lava Jato, atribuyéndoles el combate intransigente contra la corrupción, y del otro a todos aquellos que cuestionan los métodos de investigación, atropellos a los derechos y garantías constitucionales, deficiencias de la prueba, actitudes totalitarias de los tribunales, selectividad y politización de la justicia. Esa polarización es instrumental y busca ocultar justamente varios atropellos del órgano judicial, tanto cuando actúa como cuando se rehúsa a hacerlo.

El guion mediático de la demonización del PT es tan obsesivo cuanto grotesco. Consiste en la siguiente ecuación: corrupción=Lula=PT. Cuando se sabe que la corrupción es endémica, alcanza a todo el Congreso e incluso supuestamente al actual presidente de la República. El Estado de São Paulo del 7 de abril es paradigmático al respecto. Concluye el guion con la siguiente diatriba: “al igual que lo que sucedió con Al Capone, el célebre gánster americano que fue encarcelado no por sus innumerables actividades criminales, sino por evasión de impuestos, el caso del tríplex1, que provocó la orden de prisión contra Lula, está muy lejos de resumir el papel del expresidente en el petrolão2”. Esta narrativa omite lo fundamental: en el caso de Al Capone, los tribunales probaron de hecho la evasión de impuestos, en tanto que en el caso de Lula da Silva, los tribunales no probaron la adquisición del departamento. Por increíble que parezca, de la lectura de las sentencias se concluye que la supuesta prueba es mera presunción y convicción de los magistrados. Las campañas antipetismo hacen recordar las campañas antisemitismo de los tiempos del nazismo. En ambos casos, la prueba para condenar consiste en la evidente no necesidad de probar.

Los demócratas y muchos magistrados brasileños que con probidad cívica y profesional sirven en el sistema judicial sin servirse de él, tienen una tarea exigente hacia adelante. ¿Cómo salir con dignidad de este pantano de atropellos con fachada legal? ¿Qué reforma del sistema judicial se impone? ¿Cómo organizar a los magistrados dispuestos a levantar trincheras democráticas contra la viscosa propagación de un fascismo jurídico-político de nuevo tipo? ¿Cómo reformar la enseñanza del derecho a fin de que las perversidades jurídicas no se transformen, por su recurrencia, en normalidades jurídicas? ¿Cómo deben autodisciplinarse internamente las magistraturas para que los sepultureros de la democracia dejen de tener empleo en el sistema judicial? La tarea es exigente, pero contará con la solidaridad activa de todos aquellos que en todo el mundo tenemos los ojos puestos en Brasil y nos sentimos involucrados en la misma lucha por la credibilidad del sistema judicial como factor de democratización de las sociedades.

1 Según el caso conocido como “tríplex de Guarujá”, Lula supuestamente aceptó que la constructora OAS le reformase un departamento de lujo de tres pisos en Guarujá, en la costa de San Pablo, a cambio de favorecer a la empresa en sus negocios con la petrolera estatal Petrobras. No hay ninguna evidencia al respecto, pues Lula nunca fue dueño ni residió en el departamento (nota de traducción).

2 Petrolão es el nombre con el que se conoce un esquema de corrupción y desvío de fondos que ocurrió en Petrobras, la mayor empresa estatal brasileña (nota de traducción).

Traducción: Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez.

Fuente: https://www.pagina12.com.ar/107487-los-tribunales-lo-condenan-la-historia-lo-absolvera

martes, 10 de abril de 2018

REDES SOCIALES: ¡EL BLANCO ES USTED!, Por Frei Betto


Al acortar la distancia entre desconocidos, las redes sociales permiten que estos manifiesten sus posiciones sobre lo que usted expresa. Al postear una opinión acerca de un político, un partido, una noticia, usted queda totalmente expuesto a todo tipo de reacciones. Salió del closet, quedó a la intemperie bajo la lluvia (¡o el plomo!).

 Sin dudas, muchos internautas se manifiestan a su favor, refuerzan su postura, lo felicitan por pensar de esa manera. Como las redes superan las fronteras de las relaciones entre amigos, es posible que usted no llegue a tener la menor idea de quienes son varios de los que lo apoyan. Así, su autoestima se ve gratificada por los muchos que analizan los hechos con la misma óptica que usted.

Sin embargo, otros reaccionan críticamente a lo que usted postea. Hay reacciones educadas de quienes argumentan en contra y exponen una opinión contraria a la suya; reacciones rabiosas de quienes escupen odio porque usted se atreve a pensar como piensa; reacciones agresivas de quienes intentan ridiculizarlo y profieren todo tipo de ofensas para tratar de deslegitimar su opinión e incluso “asesinarlo” virtualmente.

Ante las ofensas, usted se siente herido en su autoestima y replica con el mismo nivel de bajeza. O ignora la agresión, se sacude el polvo y pasa a otra cosa.

La primera reacción demuestra que su autoestima es baja. Entra en el juego de sus adversarios. Y al contestar en el mismo tono tal vez se sienta vengado, pero lo único que habrá logrado es dar con la cabeza contra un muro.

Sus reacciones no conseguirán que nadie cambie de opinión. Las ofensas que le dirigen son hijas del prejuicio. Sus detractores en realidad no están interesados en rebatir sus ideas, sino que lo odian. Rechazan de antemano cualquier cosa que diga.

Lo que tanto los incomoda es lo que su nombre, su persona y sus opciones representan. Prueba de ello es que no logran ignorarlo y están atentos a lo que usted postea, como el tirador que espera en la trinchera a que el enemigo saque la cabeza del lado contrario.

Si en lugar de eso usted ignora a sus detractores es señal de que sus convicciones están enraizadas y su autoestima resuelta. El odio es un veneno que alguien ingiere esperando que el otro muera. Como no fue usted quien lo ingirió, lo mejor es continuar con sus opciones, consciente de que, como decía Nelson Rodrigues, la unanimidad es necia, y la diversidad, incluida la de opiniones, es una de las virtudes de la democracia.

No se deje perturbar por las reacciones negativas a sus posteos. No se deje consumir por una guerrita de opiniones que induce a innumerables personas a perder un tiempo inestimable (e irrecuperable) navegando por las redes sociales.

Sea coherente con sus ideas y opciones. Evite ser un litigante: sea propositivo. Sepa que muchos de sus detractores están movidos por sentimientos de envidia. La envidia es la frustración que produce no poseer el bien ajeno.

Si se siente feliz con la postura que asume en la vida, ¿qué importan las ofensas y agresiones? Haga del silencio su mejor respuesta. En caso contrario, se hundirá en el pantano de las intrigas y se ahogará en el lago de la maledicencia.



Frei Betto es autor, entre otros libros, de la novela Aldeia do silencio (Rocco).







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Traducción de Esther Perez





Copyright 2018 – Frei Betto -

viernes, 6 de abril de 2018

DE LA EPIDERMIS A LA VIDA INTERIOR, Por Frei Betto


Una de las características de la posmodernidad es la reducción de la cultura a mero entretenimiento y la exacerbación de los sentidos en detrimento de la razón y del espíritu. Para estimular el consumismo, se utilizan como anzuelo recursos capaces de hacernos sentir más y pensar menos. Eso vale para la publicidad, ciertos programas de televisión e incluso algunos rituales religiosos.


Se propaga una cultura centrada en lo epidérmico, en la que hay más estética que ética, nalgas que cabezas, alaridos que melodías, ambiciones que principios, devaneos que utopías.

Todo es aquí y ahora, para ser devorado por ojos y oídos, el cuerpo entregado a un frenesí de sensaciones que hace del placer simulacro de la felicidad y el amor.

Los seres humanos, que somos relacionales y racionales, como subrayan los filósofos desde Sócrates, ahora nos vemos reducidos a ser seres extróficos, vueltos hacia afuera, extraños a nosotros mismos, como lamentaba Kierkegaard, porque nuestra autoestima pasa a depender de lo que viene de afuera: desde la gula y la antropofagia visual hasta los remedos de la fama, la fortuna y el poder.

Pascua significa travesía, pasaje. Tal vez uno de los más difíciles sea el de recorrer el camino entre la epidermis y la vida interior, no para establecer una dualidad entre polaridades, sino para rescatar la unidad ontológica. El budismo tibetano tiene razón al afirmar que, a pesar de todos los avances científicos y tecnológicos, cada persona es ontológicamente la misma desde que el simio tomó conciencia de que el gajo de árbol que tenía en sus manos podía servirle de arma de ataque o defensa.

Aristóteles nos resumió en las esferas sensitiva, racional y espiritual, como una unidad que exige equilibro. La exacerbación de una implica la atrofia de las otras. Solo el predominio de lo espiritual es capaz de dotar de sensatez a las “locas de la casa”, como dice Teresa de Ávila, evitando el sabor de la náusea de los sentidos, descrito por Sartre, así como el racionalismo que, al contrario de Tomás de Aquino, juzga equivocadamente que la razón es la expresión suprema de la inteligencia.

Hacer la Pascua en uno mismo es cultivar la interioridad. “Beber del pozo propio”, sugieren los místicos. Desnudarse de ilusiones egocéntricas, hacer ayunar los sentidos, adecuar la razón a sus límites, orar y meditar para poder contemplar.

Somos seres con vocación de trascendencia. Como decía Hélio Pellegrino, cuya tansvivenciación cumple ahora 30 años, un helecho disfruta de su plenitud vegetal. Nosotros no; esclavos del deseo, tenemos huecos en el cuerpo y en el alma. Es la “gula de Dios” de la que hablaba Rimbaud.

Al dejar de recorrer las veredas que conducen al Absoluto, corremos el riesgo de perdernos en el accidentado terreno que convierte el absurdo en cotidiano: iras y ansiedades, envidia y competencia, miedo y, sobre todo, una incómoda sensación de no saber exactamente qué hacer de nuestro breve período de existencia.

La Pascua está precedida por la muerte que la tradición cristiana, emblemáticamente, califica de pasión, de acto de amor, de entrega, que hace refluir todo lo que dispersa, aliena y ofusca. Jesús en el túmulo simboliza el silencio, la vuelta a lo más íntimo de uno mismo, abrazar la soledad sin sentirse solitario.



Frei Betto es autor, entre otros libros de A obra do artista – uma visão holística do Universo (José Olympio).







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Traducción de Esther Perez

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QUIÉN ES FREI BETTO



El escritor brasileño Frei Betto es un fraile dominico. conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Autor de 60 libros de diversos géneros literarios -novela, ensayo, policíaco, memorias, infantiles y juveniles, y de tema religioso en dos acasiones- en 1985 y en el 2005 fue premiado con el Jabuti, el premio literario más importante del país. En 1986 fue elegido Intelectual del Año por la Unión Brasileña de Escritores. 



Asesor de movimientos sociales, de las Comunidades Eclesiales de Base y el Movimiento de Trabajadores Rurales sin Tierra, participa activamente en la vida política del Brasil en los últimos 50 años.

miércoles, 4 de abril de 2018

TRATA Y LAVADO, Por Martina Crimele*



La trata de personas es uno de los fenómenos delictivos más difícil de erradicar y un negocio ilícito que mueve sumas millonarias en el mundo entero. Un informe de la OIT publicado en 2005 estimó que la trata sexual generaba ganancias anuales por 572 millones de dólares en América Latina. No hay indicios para suponer que esa cifra se haya reducido. Las mujeres y niñas representan el 96 por ciento del total de las víctimas de trata con fines de explotación sexual a nivel mundial. Si las bandas criminales que controlan las redes de trata intentasen utilizar todos esos fondos en la economía formal comprando bienes o simplemente depositado el dinero en cuentas bancarias, el Estado lo detectaría. Por eso, los tratantes deben “lavar” sus ganancias ilícitas, es decir, ocultar su origen. Los miembros del tucumano clan Ale, responsable del secuestro y desaparición de Marita Verón, fueron condenados el año pasado por lavar más de 40 millones de pesos provenientes de la trata y la explotación sexual. El mercado de la trata y el lavado se retroalimentan. La trata no sería un gran negocio sin circuitos de financiamiento que permitan su expansión.

La trata de personas es apenas un ejemplo de cómo la criminalidad económica explota las desigualdades de género. La criminalidad económica está comprendida por varios delitos, desde los financieros cometidos por los bancos, evasión tributaria, fuga ilícita de capitales al exterior, lavado de activos, hasta los delitos de funcionarios públicos y otras formas de delincuencia. Una de las principales características de estos delitos son la generación de un daño social considerable, ya que no solo afecta directamente a las instituciones democráticas, sino que socava el financiamiento estatal producto de la reducción de recursos disponibles para la implementación de políticas públicas.

A su vez, la persecución selectiva e ineficiente que gira en torno a este tipo de criminalidad y sus responsables demuestra que existe una situación de impunidad estructural en nuestro sistema judicial. Un ejemplo de esto es el lavado, desde que se sancionó la ley que tipificaba la conducta en el año 1999 hasta el 2016 solo hubo 15 condenas.

El escenario se agrava cuando se incorpora al análisis una perspectiva de género. Junto con la trata de personas existe un conjunto de delitos económicos que son funcionales a las desigualdades de género, se basan en ellas o las explotan.

* Narcocriminalidad: Los datos de la Procuración Penitenciaria de la Nación muestran que el 60 por ciento de la población carcelaria femenina está detenida por infracción a la ley de drogas. La mayoría de estas mujeres están presas por transportar la droga –en sus cuerpos o en sus pertenencias– o por distribuirla a los consumidores a pequeña escala.

* Abortos: La imposibilidad de acceder a un aborto legal, seguro y gratuito no solamente afecta la salud y la vida de casi medio millón de mujeres por año, sino que además genera un negocio ilegal que mueve 15 mil millones de pesos anuales en nuestro país.

*Evasión y elusión: Las maniobras canalizadas a través de sociedades offshore y paraísos fiscales produce injusticia fiscal. Entre 2003 y 2014, Latinoamérica perdió 1,4 billones de dólares de ingresos fiscales en flujos financieros ilícitos. El 88 por ciento del total corresponde a abusos en el comercio entre empresas. El año pasado mientras los evasores blanquearon activos por 116.800 millones de dólares el Gobierno recortó en 67 millones de pesos el presupuesto destinado a políticas contra la violencia hacia las mujeres. Sin justicia fiscal no hay justicia de género.

Hoy en día, la perspectiva de género está ausente en la investigación y persecución de delitos económicos. Cada vez que se habla de este tipo de delincuencia se invisibiliza cómo opera la estructuración jerárquica y patriarcal de los géneros en ella. Poco sabemos sobre la participación y los roles que ocupan las mujeres en las organizaciones delictivas. A primera vista, notamos que dentro de los mercados criminales las mujeres son “explotadas” de la misma manera que en los mercados legales, pero bajo un estado de mayor vulnerabilidad y criminalización. Por eso, es necesario que la Justicia lleve adelante una persecución penal estratégica que, entre otras cosas, requiere analizar cómo funciona el mercado criminal, incorporando la perspectiva de género a las investigaciones. También es fundamental recuperar los activos ilícitos (dinero, inmuebles, etc.) para que el Estado pueda utilizar ese dinero en favor de políticas tendientes a la mitigación de los impactos de las desigualdades y reparar el daño social que estos delitos generan.

* Centro de Investigación y Prevención de la Criminalidad Económica (Cipce).